Relato de un triste soñador de ciudades.
La imagen es irreal, al fondo sobre una mesa cubierta por un mantel largo y blanco que sobra hacia la pared derruida se encuentra dibujado y enmarcado sobre madera un regio Jesucristo y en su pecho un corazón ardiente o en llamas. Dos velas recién prendidas sobre la mesa por la hija de Rosa Elvira se hincan como columnas de un ritual pagano. A su lado, un cuadro desvencijado de la virgen María con ciertos ángeles que se pasean como gotas de agua en verano a su alrededor. El ambiente de la humilde casa es fúnebre. Rosa Elvira, derrumbada sobre una silla rimax, es fotografiada por un periodista, que le pregunta sobre el hecho. Ella con la mirada perdida, balbucea las respuestas, y se toma el relicario de hilo marrón que cuelga de su cuello y sigue rezando en voz silenciosa. Las fotos no muestran su expresión citadina. De su rostro brotan dos lagrimas cristalinas que parecen deslizarse hacia un punto inimaginable de su dolor y al instante caen sobre montículo de tierra. Lagrimas peligrosas parecidas a la manía sorda de una costurera de dejar olvidadas las agujas por todos los rincones de la casa. A un hijo suyo al parecer lo mató la policía, mientras esperaba la ruta del autobús para irse al colegio. Dicen algunos vecinos que fue una bala perdida. Que unos policías iban persiguiendo a unos pandilleros; y, en el cruce de disparos una bala se alojó en la caja torácica de karol estiven.
Leí esta noticia en la mañana por el internet del portal del diario local, antes de ir al trabajo en la mueblería. Mientras me acicalo me
fui imaginando el tiro, el niño caído en el suelo y las personas tratando desesperadamente de llevarlo a un hospital cercano, me vi allí, como un ángel caído a lo Woody Allen, tratando de salvarle la vida, respirando su oxígeno para que no saliera más sangre de su cuerpo. Deseando seguir la trayectoria del proyectil, hacerle la balística a su odio blanco, inhalar la pólvora, inhalar su cometido criminal al azar. Como un topo que sigue arrastrando tierra uno cree imaginar el fogonazo del arma, la persona que lo acciona, su rostro, sus muecas, su risa inmóvil, sus ojos abotagados por el fruncido de perro rabioso del arma, su cabello derruido por el ruido morboso del disparador y la biela que se mueve como un zumbido en un glaciar. El sonido es quieto, mudo, entre el tambor y el martillo hay un universo posible, uno juegos que jugar, una adolescencia que vivir, una vida que respirará el smog, a donde irá esa bala, a donde: - me pregunto, mientras voy en el asiento de este autobús y al lado de esta bella dama islandesa -.
la violencia que no da tregua.....un relato que da para pensar...
ResponderEliminarExacto, es lo que se vive en esta ciudad a diario, la violencia.
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